Fiesta de Navidad en la residencia. |
CUENTO DE NAVIDAD
"¡Perder el sueño, que desteje la intrincada trama del dolor; el sueño, descanso de toda fatiga; alimento el más dulce que se sirve a la mesa de la vida." (Macbeth)
Hoy es el Día Internacional de los Derechos Humanos y uno no sabe dónde dirigir la mirada para observar cómo se conculcan a diario y en cualquier latitud. Según la sensibilidad, la sintonía personal o las noticias hay situaciones que te llaman más la atención. Pero el riesgo es que agotada la capacidad de atender, sufrir o interrogarse sobre estos dramas terminemos asumiendo el desastre con naturalidad, con música de tango de fondo. Aquello del mundo es y será una porquería, ya lo sé.
En poco tiempo empezará el baile de las agujas y de las vacunas. Y nuestras queridas sociedades ricas o medio ricas organizaremos turnos de espera para salir de poco en poco de la pandemia. Habremos necesitado poco más de un año para terminar con la pesadilla. Tampoco lo hemos pasado tan mal. Mejor reconocerlo. No nos pongamos medallas al sufrimiento por la patria que no ha sido para tanto, si es que hablamos en términos estadísticos.
Tengo la sensación, sin embargo, de que los verdaderos sufridores no tienen altavoces ni plataformas o redes sociales donde recordar a sus desaparecidos o expresar su dolor y el daño recibido. Se construirán monumentos. Iremos celebrando de año en año el final o el principio, unas fechas simbólicas elegidas vaya usted a saber con qué criterios. Y nos dedicaremos a recuperar el tiempo perdido cada uno según su leal entender.
Esto se está acabando dicen los optimistas mientras otros avisan del peligro de los últimos coletazos. Y a mi se me secan los manantiales de los sueños que han ido ilustrando estos apuntes semanales. Bien que lo siento pues me daban el trabajo hecho de poner un broche a cada entrega. Eso de poner a trabajar al subconsciente es un chollo.
A falta de inspiraciones oníricas me he tenido que poner a la faena de escribir desde la vigilia alguna pieza de fuste más o menos literaria, perdón por la vanidosa licencia.
En estas fechas nada mejor que un cuento de Navidad. Aquí lo tienes:
Aconteció en una comarca remota de España. El espíritu de la navidad trabajó a destajo para conseguir que los viejecitos de la residencia dejasen de sentir dolores y despertasen de su letargo vespertino comprobando como las arrugas abandonaban sus rostros y su entumecimiento muscular se transformaba en potencia. Como sus cuerpos decrépitos se estiraban y renacía en ellos el vigor juvenil que habían olvidado.
Aquel milagro llegó como una sinfonía. De mirada en mirada. Primero fue Margarita, la antigua vedette. Estaba leyendo la misma novela de siempre, 24 horas de la vida de una mujer. Lloraba cada vez que llegaba el momento del libro en el que la protagonista después de la noche loca con el jugador polaco vuelve a su hotel y se prepara para el reencuentro. Cambia su vestido negro por uno floreado. Nota que a ella también le llegaba esa fuerza misteriosa de la ilusión y se vio de pie dispuesta a bailar como en sus tiempos de escenario.
Fue increíble. Sus rodillas y pies la responden y el compás de una música imaginada le inunda el espíritu. Recorre con la mirada la sala de estar y a cada persona le dedica un tiempo. A Antonio, el viejo militar que le tiraba los tejos, adormilado y confuso como siempre, quiso convertirlo en un joven galán compañero de baile. Antonio recibió la mirada como un regalo. Con aire marcial recuperó la estampa africana de sus tiempos en Ifni y se vio a sí mismo alborozado y lleno de seguridad. Vestido con su uniforme de gala de regulares y llevando en brazos a su pareja en el salón del casino de oficiales. Miraba de hito en hito la fila de sillas alineadas en el lateral y contempló como una renacida joven le lanzaba una sonrisa. Era Concha. La única compañera de la residencia a la que reconocía por haber sido su vecina.
Concha se vio trasladada a los tiempos en los que ejercía de matrona en el antiguo hospital provincial. Cuando la maternidad era un constante ir y venir de mujeres para dar a luz y los nidos de los bebés, salas enormes luminosas y organizadas como fábricas. Los recuerdos saltaban de escena como los fotogramas de una película rápida de cine mudo. Al otro lado de la cristalera un padre nervioso y aturdido llamaba su atención preguntando por su bebé. No era otro que su compañero de ajedrez en la residencia. El señor Ramón. Al que nunca visitaba nadie.
También él se sintió atraído por la fuerza del milagro y la renovación del recuerdo de los tiempos en los que era capaz de trabajar a todas horas en su taller de joyería y de localizar la broca adecuada sin quitarse la lupa de aumento del ojo derecho. Y hasta de descubrir al fondo del taller la presencia de aquella guapa muchacha que venía a renovar las fornituras y engarces de las pulseras de su madre y a recibir lecciones del oficio. Recordaba que se llamaba Marta.
Marta se incorporó a la nueva línea del tiempo y se maravilló de ver cómo sus compañeros de la residencia seguían siendo los mismos y a la vez otros. Como si un bucle milagroso hubiese provocado un entrelazamiento de historias de vidas y de cada una de ellas hubiera surgido una nueva. Como esas joyas que conservando la piedra o el metal primigenio se transforman para la moda o el uso de nuevas épocas o nuevos portadores.
El carrusel de la noche milagrosa de Navidad estaba en marcha.
Hasta la semana que viene si hay ocasión.
Besos para todas.
Ángel
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