Hace un año que muchos, días antes del anuncio del confinamiento voluntario, decidieron recluirse voluntariamente en sus casas. |
EL DÍA QUE NOS QUEDAMOS EN CASA
12 de marzo de 2021
Hace un año de todo esto. Un año desde que la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia mundial por el avance de la epidemia del coronavirus.
Y un año de la declaración del estado de alarma que dictó el confinamiento.
Aquí empezó todo y así lo conté entonces:
https://www.eldiario.es/madrid/somos/chamberi/diario-de-un-confinado-en-la-plaza-de-olavide_1_6407620.html (en el blog, Diario de un confinado en la plaza de Olavide. El día de la declaración de alarma)
Un año en el que hemos visto crecer a nuestros niños en talento y fuerza. Que hemos sentido un silencio nuevo y atronador en las ciudades confinadas, un silencio mágico en nuestra percepción de la ciudad. Un año de avance científico y médico que nos ha traído vacunas de nueva tecnología en unos plazos inéditos. Un año de refugio en nuestras preocupaciones particulares, en nuestros miedos, en nuestros pensamientos. Un año de funcionamiento de un estado y de una administración en precario, con sus funcionarios trasladados a las redes sin los recursos suficientes para tramitar tanto desastre. Un año con la sanidad volcada hacia la emergencia y abandonando los cuidados de enfermos crónicos, de muchas patologías. Un año de luchas políticas. De combates ideológicos. Y de sensación de derrota detrás de cada anuncio agónico de las cifras de muertes de cada día.
Nos encerraron en casa, muchos nos recluimos, no diré con ganas pero si con responsabilidad, y nos sometimos a una cura informativa que provocaba en nosotros sensaciones de precariedad y de minusvalía. Un día la solución no pasaba por llevar mascarilla. Al día siguiente los guantes o la lejía para lavar y desinfectar todo lo que entraba en casa si que era vital. Pero no transcurrían ni siquiera semanas y las órdenes cambiaban. La mascarilla era esencial pero los guantes no. Incluso al cabo de los meses supimos que la infección por contacto era muy escasa y que ya no era tan necesario el control y la limpieza de los productos de la compra, ni el ritual de descalzarse o buscar un punto especial para la ropa de calle. Pero todo se aceptaba pues nos contaban que aquello era cosa de una quincena o algún mes. Muchos teníamos casi hasta una alegría combativa, como si fuéramos de excursión con las madres ursulinas.
Con esas inquietudes e ingenuidades no nos quedaba tiempo para percatarnos de la que se nos venía encima. En mi caso la conciencia me llegó por noticias de muertes relativamente próximas y, sobre todo, por la contemplación diaria de las colas del hambre en las puertas de algunas instituciones madrileñas y más tarde, al llegar a Ribadeo, enfrente de casa y de forma diaria.
El drama fuerte se estaba desarrollando tras las puertas de las residencias de ancianos, tras las cortinas de los hornos crematorios. Y en los hogares visitados por la muerte o por la precariedad. Nosotros estábamos cómodamente instalados detrás de la seguridad de nuestras casas. Si, amargados, entristecidos, por no poder relacionarnos con los nuestros. Alelados por el bombardeo mediático. Resignados a estar en casa, a empapuzarnos en la televisión o mirar bobamente la pantalla de nuestro teléfono.
Nos fuimos de vacaciones tras los tres meses de encierro duro. Parecía que aquello estaba más tranquilizado. Nos permitimos más lujos, más salidas de casa, más restaurantes y visitas. Pero a la vuelta ya nos estaba esperando la segunda temporada de la serie LA PANDEMIA VIVE ARRIBA.
No nos cortaron las alas. Incluso recibimos las Navidades con precaución pero con ganas de cerrar nuevos tratos y proyectos para el año nuevo. Vanidad de vanidades. A la vuelta de la esquina volvía el drama. Las restricciones. Pero más importantes que eso. Nos instalamos en el miedo. Un miedo patológico al encuentro con la familia. Hemos pasado un trimestre de encuentros en la calle. Mucho frío. La lección ha sido aprendida. Cada vez nos llegaba más cerca el impacto de la tragedia. Los negacionistas parecía que se habían esfumado. Las locuras de los Trump y Bolsonaro nos parecían imposibles de asumir y de integrar.
Y llegaron las vacunas. La esperanza de un punto y aparte. Con dudas. Con miedo de no llegar a tiempo o que el desorden mundial precipite al mundo en una crisis global.
Ahora nos quedan unos meses para despejar las últimas incógnitas. Para saber si los inmunizados podrán ser o no transmisores de la enfermedad o si las variantes del virus serán más agresivas y superen las defensas proporcionadas por las vacunas. Creo que vamos a salir de esta. Siempre he estado seguro de ello.
Nos costará quitarnos el miedo. Nos costará hacer frente a la tragedia económica provocada por la epidemia. Perderemos por un tiempo el control del futuro. ¿Pero acaso lo hemos tenido alguna vez?
Son variados los resúmenes posibles. Cada uno tendrá el suyo. Yo me quedo con la idea de la lección aprendida. No somos ninguno más que nadie. Nuestro mejor capital es el capital social y la solidaridad. La ciencia es nuestro mejor aliado. Y nuestros vecinos, nuestros conciudadanos los mejores aliados para los tiempos de crisis. Nuestros médicos, enfermeros, cuidadores, empleados del comercio, transportistas, maestros y educadores y tantos otros que han estado dando la cara durante este tiempo son los mejores del mundo.
Y al cabo del año las crisis políticas se suceden unas a otras. Las fuerzas políticas chapotean en el barro buscando una salida al bloqueo en el que se encuentran. Maniobras como las de Ciudadanos de estos días se sucederán una y otra vez sin solución de continuidad. Los partidos responden con nervios, con la brújula perdida. Usted, yo mismo, ya no encontramos sentido a tantas acciones y reacciones. Pero los protagonistas tampoco. De ahí el recurso a los tribunales para resolver los entuertos que provocan. O la conversión de unas elecciones en Madrid absolutamente innecesarias en un plebiscito personal a favor de una de las políticas más torpes y atrabiliarias de nuestro tiempo. Como si fuesen los tiempos De Gaulle o del general Franco. Ridículo.
Recurren al público, a los votantes, para que resolvamos. En medio de una pandemia, de una crisis económica brutal, los ciudadanos no estamos ya para muchos trotes. En estas situaciones hablar de libertad, sacar a pasear fantasmas del pasado y manipular a la opinión pública se ha convertido en una pesadilla que lo único que consigue es distraernos y separarnos de la política, que pierde todo el sentido.
Nadie entiende nada. Ya ni siquiera sabemos con seguridad cuando vamos a recibir la vacuna salvadora.
Es lo que hay.
Y en el recuerdo las víctimas del 11 M.
Por lo menos no perdamos la memoria. Mucho más cuando tengo para mí que la reacción ante aquellos hechos, todas las teorías que se levantaron de la conspiración y la consiguiente deslegitimación de los resultados electorales nacidos de las elecciones de días después, fueron la simiente del bloqueo político que desde entonces nos aqueja.
Vuelve la política vintage de los años 20 del siglo pasado. El final de la restauración borbónica, la crisis terminal de los partidos dinásticos. El retorno de las ideologías mágicas. La sensación de que todos los días son como el día de la marmota. Pero confiando en que al final la agenda de la buena política, la buena cultura y la solidaridad entre personas y pueblos se imponga.
Besos para todas.
Ángel
Y un año de la declaración del estado de alarma que dictó el confinamiento.
Aquí empezó todo y así lo conté entonces:
https://www.eldiario.es/madrid/somos/chamberi/diario-de-un-confinado-en-la-plaza-de-olavide_1_6407620.html (en el blog, Diario de un confinado en la plaza de Olavide. El día de la declaración de alarma)
Un año en el que hemos visto crecer a nuestros niños en talento y fuerza. Que hemos sentido un silencio nuevo y atronador en las ciudades confinadas, un silencio mágico en nuestra percepción de la ciudad. Un año de avance científico y médico que nos ha traído vacunas de nueva tecnología en unos plazos inéditos. Un año de refugio en nuestras preocupaciones particulares, en nuestros miedos, en nuestros pensamientos. Un año de funcionamiento de un estado y de una administración en precario, con sus funcionarios trasladados a las redes sin los recursos suficientes para tramitar tanto desastre. Un año con la sanidad volcada hacia la emergencia y abandonando los cuidados de enfermos crónicos, de muchas patologías. Un año de luchas políticas. De combates ideológicos. Y de sensación de derrota detrás de cada anuncio agónico de las cifras de muertes de cada día.
Nos encerraron en casa, muchos nos recluimos, no diré con ganas pero si con responsabilidad, y nos sometimos a una cura informativa que provocaba en nosotros sensaciones de precariedad y de minusvalía. Un día la solución no pasaba por llevar mascarilla. Al día siguiente los guantes o la lejía para lavar y desinfectar todo lo que entraba en casa si que era vital. Pero no transcurrían ni siquiera semanas y las órdenes cambiaban. La mascarilla era esencial pero los guantes no. Incluso al cabo de los meses supimos que la infección por contacto era muy escasa y que ya no era tan necesario el control y la limpieza de los productos de la compra, ni el ritual de descalzarse o buscar un punto especial para la ropa de calle. Pero todo se aceptaba pues nos contaban que aquello era cosa de una quincena o algún mes. Muchos teníamos casi hasta una alegría combativa, como si fuéramos de excursión con las madres ursulinas.
Con esas inquietudes e ingenuidades no nos quedaba tiempo para percatarnos de la que se nos venía encima. En mi caso la conciencia me llegó por noticias de muertes relativamente próximas y, sobre todo, por la contemplación diaria de las colas del hambre en las puertas de algunas instituciones madrileñas y más tarde, al llegar a Ribadeo, enfrente de casa y de forma diaria.
El drama fuerte se estaba desarrollando tras las puertas de las residencias de ancianos, tras las cortinas de los hornos crematorios. Y en los hogares visitados por la muerte o por la precariedad. Nosotros estábamos cómodamente instalados detrás de la seguridad de nuestras casas. Si, amargados, entristecidos, por no poder relacionarnos con los nuestros. Alelados por el bombardeo mediático. Resignados a estar en casa, a empapuzarnos en la televisión o mirar bobamente la pantalla de nuestro teléfono.
Nos fuimos de vacaciones tras los tres meses de encierro duro. Parecía que aquello estaba más tranquilizado. Nos permitimos más lujos, más salidas de casa, más restaurantes y visitas. Pero a la vuelta ya nos estaba esperando la segunda temporada de la serie LA PANDEMIA VIVE ARRIBA.
No nos cortaron las alas. Incluso recibimos las Navidades con precaución pero con ganas de cerrar nuevos tratos y proyectos para el año nuevo. Vanidad de vanidades. A la vuelta de la esquina volvía el drama. Las restricciones. Pero más importantes que eso. Nos instalamos en el miedo. Un miedo patológico al encuentro con la familia. Hemos pasado un trimestre de encuentros en la calle. Mucho frío. La lección ha sido aprendida. Cada vez nos llegaba más cerca el impacto de la tragedia. Los negacionistas parecía que se habían esfumado. Las locuras de los Trump y Bolsonaro nos parecían imposibles de asumir y de integrar.
Y llegaron las vacunas. La esperanza de un punto y aparte. Con dudas. Con miedo de no llegar a tiempo o que el desorden mundial precipite al mundo en una crisis global.
Ahora nos quedan unos meses para despejar las últimas incógnitas. Para saber si los inmunizados podrán ser o no transmisores de la enfermedad o si las variantes del virus serán más agresivas y superen las defensas proporcionadas por las vacunas. Creo que vamos a salir de esta. Siempre he estado seguro de ello.
Nos costará quitarnos el miedo. Nos costará hacer frente a la tragedia económica provocada por la epidemia. Perderemos por un tiempo el control del futuro. ¿Pero acaso lo hemos tenido alguna vez?
Son variados los resúmenes posibles. Cada uno tendrá el suyo. Yo me quedo con la idea de la lección aprendida. No somos ninguno más que nadie. Nuestro mejor capital es el capital social y la solidaridad. La ciencia es nuestro mejor aliado. Y nuestros vecinos, nuestros conciudadanos los mejores aliados para los tiempos de crisis. Nuestros médicos, enfermeros, cuidadores, empleados del comercio, transportistas, maestros y educadores y tantos otros que han estado dando la cara durante este tiempo son los mejores del mundo.
Y al cabo del año las crisis políticas se suceden unas a otras. Las fuerzas políticas chapotean en el barro buscando una salida al bloqueo en el que se encuentran. Maniobras como las de Ciudadanos de estos días se sucederán una y otra vez sin solución de continuidad. Los partidos responden con nervios, con la brújula perdida. Usted, yo mismo, ya no encontramos sentido a tantas acciones y reacciones. Pero los protagonistas tampoco. De ahí el recurso a los tribunales para resolver los entuertos que provocan. O la conversión de unas elecciones en Madrid absolutamente innecesarias en un plebiscito personal a favor de una de las políticas más torpes y atrabiliarias de nuestro tiempo. Como si fuesen los tiempos De Gaulle o del general Franco. Ridículo.
Recurren al público, a los votantes, para que resolvamos. En medio de una pandemia, de una crisis económica brutal, los ciudadanos no estamos ya para muchos trotes. En estas situaciones hablar de libertad, sacar a pasear fantasmas del pasado y manipular a la opinión pública se ha convertido en una pesadilla que lo único que consigue es distraernos y separarnos de la política, que pierde todo el sentido.
Nadie entiende nada. Ya ni siquiera sabemos con seguridad cuando vamos a recibir la vacuna salvadora.
Es lo que hay.
Y en el recuerdo las víctimas del 11 M.
Por lo menos no perdamos la memoria. Mucho más cuando tengo para mí que la reacción ante aquellos hechos, todas las teorías que se levantaron de la conspiración y la consiguiente deslegitimación de los resultados electorales nacidos de las elecciones de días después, fueron la simiente del bloqueo político que desde entonces nos aqueja.
Vuelve la política vintage de los años 20 del siglo pasado. El final de la restauración borbónica, la crisis terminal de los partidos dinásticos. El retorno de las ideologías mágicas. La sensación de que todos los días son como el día de la marmota. Pero confiando en que al final la agenda de la buena política, la buena cultura y la solidaridad entre personas y pueblos se imponga.
Besos para todas.
Ángel
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