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IGLESIA Y ESTADO. José María Rodríguez Díaz (2008)

    Esta entrada é unha reforma lixeira doutra co mesmo título que José María tiña publicado o 8 de febreiro de 2008. Deixo ambas, como aparecían no seu blog, pola posibilidade de comparar ambos textos e as pequenas variaicóns existentes.

Viernes, 04 de abril de 2008

IGLESIA Y ESTADO

• Publicado por jmrd_ribadeo a las 10:35

La Iglesia Católica tiene la especial peculiaridad, frente a otros credos religiosos, de que es, al mismo tiempo, una confesión religiosa y un Estado, semejante a los restantes estados que hay en el mundo. Todo empezó con la consolidación del papado, en tiempos de Constantino y especialmente en tiempos de Teodosio, como un poder temporal más. Desde ese momento se ha consolidado un maridaje entre el poder político y el religioso que resulta ahora difícil de separar después de tantos años. En el verano de 1870 los italianos le hicieron abandonar ese poder anacrónico y conflictivo que eran los Estados Pontificios, con sus ejércitos y sus papas guerreros, que duró 15 siglos. Fue en ese momento cuando, para conservar su hegemonía sobre las restantes naciones y poderes del mundo, lo trocó por otro menos ostentoso, pero más seguro y eficaz: el Poder de la Supremacía y la Infalibilidad. En una palabra, por el dominio y el poder sobre las conciencias. El dominio de la Iglesia Romana ya no se mide por kilómetros cuadrados ni por cosechas de trigo. Sólo le dejaron un pequeño territorio de 44 hectáreas: El Estado de la Ciudad del Vaticano. Pero el papa sigue gozando de la doble condición de ser al mismo tiempo un jefe de Estado, con unos poderes que lo asimilan a un monarca absoluto, y un dirigente religioso con poder sobre las conciencias de muchos millones de creyentes repartidos por casi todos los Estados del mundo. Y no hay mayor dominio que el que se ejerce sobre las conciencias de las personas.

A esta extraña situación se podría objetar que se trata de un estado muy pequeño en su extensión. Y es verdad. Pero aun así tiene una ventajosa singularidad que lo hace distinto de los restantes Estados del mundo: y es que los seguidores del papa, en su doble condición de jefe de Estado y de líder religioso, son unas mil millones de personas. Y esto significa que tiene autoridad para mandar y gobernar, de alguna forma, sobre sus seguidores en todos los países del mundo. Y lo que aún es más importante y a diferencia de los restantes jefes de Estado es que su autoridad se extiende al dominio de la parte más íntima y delicada del hombre a donde ningún otro jefe de Estado puede llegar: la conciencia del ser humano. Desde este punto de vista se puede, pues, afirmar que el poder del papa es mayor y más profundo que el de los restantes gobernantes que tienen jurisdicción sobre poblaciones católicas, como es el caso de España. Una posición ventajosa que no está al alcance de ningún otro gobernante.

Un privilegio que los papas siempre supieron aprovechar. El mismo papa actual, Benedicto XVI, declaró en una ocasión que los asuntos relacionados con la ética «tienen su último fundamento en la religión». Es decir, que el Estado, según el Papa, está obligado a legislar en sintonía con los principios religiosos; y el ciudadano, en su condición de católico, está obligado a aceptar las orientaciones del papa, por encima del Estado al que pertenece.

Y es aquí en donde se presenta el conflicto. Porque los asuntos de la moral y de la ética están directamente relacionados con actitudes de la vida diaria sobre las que un Estado de derecho tiene la obligación y el deber de ordenar y legislar según las necesidades de toda la sociedad que lo conforma. Es en estos casos de conflicto cuando los ciudadanos católicos de esos Estados se encuentran frente a la disyuntiva de tener que decidir sobre la obediencia a su jefe religioso o a sus gobernantes civiles, obedecer las directrices de los obispos que representan al papa o a las leyes del parlamento que representa al Estado. Una situación que les pone en la disyuntiva de tener que actuar como “ciudadanos” de un Estado homocéntrico y democrático y al mismo tiempo como miembros de una Iglesia teocrática e imperialista.

En un intento de poner límites a los legisladores civiles en el ejercicio de su misión, ciertos miembros de la jerarquía española pretenden exigirle al Estado que legisle para todos los ciudadanos, independientemente de su religión, de acuerdo con las exigencias morales que dicta su líder religioso, el jefe del Estado Vaticano, jugando así con ventaja sobre los valores que cultivan el resto de los ciudadanos no católicos. Una doble condición no exenta de situaciones contradictorias.

¿Qué solución tiene esta difícil situación? Nos encontramos con una iglesia convertida en reino de este mundo con todos los atributos propios del poder temporal y el supremacía que conlleva la manipulación de las conciencias. Pero si el reino que Jesús anunció no es como los de este mundo, como Él mismo proclamó ante Pilatos, ni la existencia del Estado de la Ciudad del Vaticano tiene justificación, ni el papa, en cuanto líder religioso, debería interferir en la conducta de los Estados a través de los obispos. Y los gobiernos deberían, también, tratar de evitar las ingerencias foráneas de otro Estado, aunque este sea el del Vaticano, en lo que concierne a la organización de su Estado.

El cumplimiento de la aconfesionalidad del Estado proclamada en la Constitución, que gobierna para ciudadanos y no para creyentes, agnósticos o ateos, debe ser respetado, por encima de los acuerdos y del concordato con el Vaticano. Los españoles no son súbditos del Vaticano ni de ninguna ideología sino ciudadanos del Estado español. Su código no es el Código de Derecho Canónico sino la Constitución de 1978. Y la Iglesia debe recuperar sus raíces y abandonar las secuelas medievales que arrastra de su largo matrimonio con el poder civil al que durante muchos años sirvió de palio y soporte intentando proveerlo de una determinada ideología y compromiso político para utilizarlo para sus fines. A Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar.-

José Mª Rodríguez

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